Como sabemos, ciertas partes del cerebro, en particular regiones de la neocorteza, se encuentran mucho más desarrollados en la especie humana en comparación con otras especies.
La neocorteza es la parte de la corteza cerebral más reciente desde el punto de vista evolutivo.
Algunos investigadores defienden que los procesos que han impulsado el desarrollo de la neocorteza están relacionados con la necesidad de hacer frente al medio físico, por ejemplo, crear herramientas que permitan alcanzar determinados alimentos u obtener pieles que ayuden a resguardarse del frío (inteligencia ecológica). Otros, defienden que uno de los factores principales que ha guiado la evolución del hombre es la vida en sociedad y la consecuente necesidad de manejar relaciones sociales cada vez más complejas.
Este apartado se centra en esta última orientación, que recibe el nombre de “hipótesis del cerebro social”.
La hipótesis del cerebro social fue propuesta por el antropólogo británico Robin Dunbar tras estudiar la conducta de 38 especies diferentes de primates (simios y prosimios) y observar que aquellas especies que viven en grupos sociales más extensos y complejos muestran un desarrollo cerebral más avanzado, es decir, un mayor porcentaje de neocorteza cerebral. Pero ¿cuál es la razón por la que la vida en sociedad puede impulsar el desarrollo cerebral?
Según la hipótesis, la vida en sociedad ofrece una serie de ventajas, facilita la búsqueda de recursos, crecimiento y desarrollo, así como la protección ante determinados peligros. No obstante, los individuos que viven en grupos sociales estables se enfrentan a demandas a las que no se enfrentan los individuos que viven solos o en agregaciones no estables. Para mantener la cohesión del grupo, sus miembros deben, ser capaces de coordinarse entre ellos, de someter el interés individual al interés colectivo o de inferir los pensamientos y emociones de los otros miembros del grupo. Como especie, el ser humano ha ido desarrollando diferentes mecanismos que le permiten afrontar estas demandas. Desde luego, los nuevos mecanismos han ido de la mano de cambios en la estructura y la función del cerebro. En concreto, parece ser que el proceso de adaptación ha favorecido el desarrollo de determinadas partes de la neocorteza, como la región prefrontal medial con la unión temporoparietal, regiones que desempeñan un papel clave en la cognición social.
La hipótesis del cerebro social de Dunbar constituye una posición influyente entre aquellas que relacionan la evolución de la cognición y la socialidad humanas.
¿Qué nos hace humanos?
Ciertamente, El comportamiento social del hombre es la diferencia más evidente entre el Homo sapiens sapiens y los simios. Los seres humanos se comunican unos con otros de manera cualitativamente diferente a la de otros animales; la especie humana ha creado instituciones sociales, reglas morales, cultura, organización, etc. Los hombres cooperan y se ayudan entre sí, en una escala mucho mayor que la que puede observarse en otros animales.
Suele pensarse que lo que diferencia al hombre de otros animales son sus elevadas habilidades cognitivas, pero lo cierto es que la inteligencia y el pensamiento no están separados de la sociedad, sino todo lo contrario. La vida en sociedad ha empujado al hombre a pulir sus habilidades para conectar unas mentes con otras, para imitar, comprender intenciones e intercambiar información. Estas habilidades hacen única a la especie humana (aunque no necesariamente la mejor), ya que le permiten, por ejemplo, crear una cultura de carácter acumulativo, es decir, es gracias a la existencia de cultura que el hombre puede almacenar y transmitir una enorme cantidad de conocimientos a sus congéneres e incluso a otras especies.
El aprendizaje en los humanos parte de los conocimientos almacenados por sus antecesores, lo cual ha permitido que muchos hallazgos repentinos por un miembro no desaparezcan, sino que, se propaguen de manera poblacional y generacional (siendo la ciencia un claro ejemplo de ello).
Si nuestra cultura no fuese acumulativa, no existirían otros individuos que pudiesen transmitir el conocimiento a lo largo de los años, por lo que de no ser así ¿viviríamos como lo hacemos actualmente?, ¿conoceríamos lo que hoy conocemos?.
Dejando de lado las diferentes hipótesis acerca de la implicación de los aspectos sociales en el desarrollo cerebral del ser humano y su “éxito” como especie, se sabe a ciencia cierta la importancia que tienen los otros seres humanos en el desarrollo individual. La especie humana muestra una fuerte tendencia a la agrupación, los hombres dedican gran parte de su tiempo a satisfacer sus necesidades psicosociales, relacionándose los unos con los otros. Con distinción de otros animales, los seres humanos no nacen siendo autosuficientes, sino que, generalmente necesitan del cuidado de un adulto para sobrevivir. Un bebé recién nacido sin que nadie lo alimente, lo proteja y le brinde calor, probablemente morirá al cabo de unas cuantas horas. Pero ¿qué ocurre si no es así? ¿Qué ocurre si un niño de unos pocos años de edad es abandonado y consigue subsistir sin la ayuda de sus congéneres?.
Por desgracia, no es necesario conjeturar acerca de lo que ocurriría, ya que la historia ha proporcionado diversos casos que ejemplificarían esta cuestión. Se trata en particular de los casos conocidos como “niños salvajes”. Niños que desde muy pequeños fueron abandonados y tuvieron que crecer en la ausencia de otros seres humanos, nacieron con un cerebro humano pero debido a la ausencia de otros de su especie, presentaron alteraciones graves y persistentes que los llevaron a comportarse de manera más parecida a animales salvajes que a seres humanos.
Estos niños criados en ausencia de interacciones sociales nos hacen replantear la cuestión de qué es lo que realmente nos hace humanos. Sin duda, el cerebro es imprescindible, pero no es suficiente. El cerebro humano es extremadamente plástico, pero al nacer, lo es aún más y es capaz de reconocer y retener la información de todo cuanto ocurre a su alrededor, cambiando su estructura y función para adaptarse mejor a las condiciones ambientales. La noción de ser humano necesita de la presencia de otras personas, de una sociedad, de una cultura que dé forma al cerebro hasta que se haya convertido justamente en un cerebro humano. Sin la presencia de otras personas que le transmitan lo aprendido a lo largo de los años, es probable que no aprenderíamos a hablar, a escribir o a comunicarnos como ahora lo hacemos.
Según la hipótesis del cerebro social, vivir en sociedad es un mecanismo adaptativo que ha favorecido la evolución cerebral del ser humano y ha determinado su éxito como especie. Sin embargo, la vida en sociedad también crea una serie de demandas específicas que han impulsado el desarrollo del cerebro. El incumplimiento a dichas demandas ha llevado también a las sociedades a la creación de normas que castiguen tales conductas y aunque se mencionarán más adelante, no se profundizará en ellas al ser tema de investigación de distinta disciplina.
Niños salvajes. El caso de Oxana Malaya
Oxana Malaya nació en Ucrania en noviembre de 1983. Hija de padres alcohólicos, una noche estando éstos demasiado ebrios dejaron a la niña a la intemperie, sencillamente fue ignorada. En busca de calor, la niña de 3 años se resguardó en una caseta de perros.
Durante seis años, Oxana pasó su vida bajo el único cuidado de los perros callejeros con los que vivía. Se alimentaba de carne cruda que los animales le traían o bien rebuscaba alimento en la basura.
Finalmente, un vecino alarmado por la situación llamó a la policía.
Cuando las autoridades llegaron descubrieron que la niña se comportaba más como un animal salvaje que como un ser humano; no hablaba, corría a cuatro patas, jadeaba con la lengua fuera, mostraba sus dientes y ladraba. Su comportamiento era igual al de los perros con los que había estado viviendo.
Con una edad mental de 6 años y teniendo en cuenta que el cerebro del niño es muy influenciable hasta los 7 años y muchas veces es imposible revertir estos efectos, es poco probable una rehabilitación completa.
A pesar de todo, Oxana lleva desde los 13 años viviendo en una clínica de Odesa, donde trabaja como granjera en el hospital de animales bajo supervisión.
Lamentablemente, el caso de Oxana, se ha repetido varias veces a lo largo de la historia.
Esta imagen muestra una caracterización de la crianza de Oxana Malaya, inspirada en su caso real