Fue el físico y neurocientífico americano Paul Donald MacLean quien más tarde reconceptualizó el descubrimiento de los anteriores y propuso al Circuito de Papez como sistema límbico, concepto que posteriormente se amplió con la adopción de otras estructuras y funciones. La forma de limbo que poseía el circuito al ser observado gracias a la neuroimagen fue la que hizo que MacLean pasara a denominarlo como tal.
El sistema límbico, en el que se encuentra el circuito de Papez, es el concepto por el que hoy se conocen a un conjunto de estructuras localizadas alrededor del tálamo, bajo la corteza cerebral, considerado un sistema muy primitivo y primordial del cerebro cuyo papel principal se encuentra en la formación de la memoria, el aprendizaje, la atención, las emociones y la conducta.
Estructura del circuito de Papez
El circuito de Papez es un conjunto de estructuras conectadas que comienzan y terminan en el hipocampo. El circuito se conectaría de la siguiente manera: La formación hipocampal se conectaría en un primer momento con el fórnix, que a su vez se conecta con los cuerpos mamilares, el tracto mamilotalámico, el núcleo anterior del tálamo, giro cingulado, la corteza entorrinal y finalmente, de nuevo el hipocampo, completando el circuito.
Cuando el circuito fue ampliado en su reconceptualización como sistema límbico, otras estructuras como el hipotálamo o la amígdala, principal estructura implicada en la emoción, fueron incluidas.
¿Cuál es la visión actual de la emoción desde el punto de vista teórico? En el estudio de las emociones, se pueden señalar inicialmente tres bloques claramente diferenciados de teorías psicológicas de la emoción:
Las teorías categóricas;
Las teorías dimensionales; y
Las teorías de componentes múltiples.
En relación con las teorías categóricas, es posible distinguir entre emociones básicas y emociones complejas. Las primeras son emociones innatas que se encuentran presentes en todas las culturas y sociedades. Desde el punto de vista evolutivo, las emociones básicas son muy antiguas y el ser humano las comparte con otras especies. Asimismo, este tipo de emociones se expresa mediante patrones fisiológicos (componentes neurovegetativos y endocrinos) y configuraciones faciales y posturales características y particulares (componentes conductuales). En contraste, las emociones complejas pueden aprenderse y modelarse social y culturalmente. Desde la perspectiva evolutiva, las emociones complejas son de nueva aparición y pueden verse influidas por el uso del lenguaje. Desde el punto de vista ontogénico, aparecen en estadios tardíos del desarrollo. Se trata de emociones que se expresan por combinaciones de patrones de respuesta (neurovegetativa, endocrino y conductual), característicos de las emociones básicas.
Las teorías dimensionales de la emoción consideran que cada emoción es un punto de un continuo que varía a lo largo de dos o más ejes fundamentales. La mayoría de los investigadores consideran la valencia (complacencia y desagrado) y el arousal (intensidad fisiológica y/o subjetiva de la emoción) como dimensiones críticas. Este tipo de teorías utiliza modelos para representar las emociones dimensionalmente. Un arquetipo de modelo es el de vectores, que tiende a ordenar las emociones a lo largo de ejes en función de su valencia (positiva/negativa) y en relación con el arousal (alto/bajo). Otros modelos ordenan las emociones a lo largo de circunferencias de un circuito centrado en una intersección de dos ejes ortogonales (arousal y valencia).
Las teorías de componentes múltiples, por su parte, no tienen una visión de las emociones como estados fijos, sino que se centran en su naturaleza fluida. Dichas teorías enfatizan el papel de la valoración cognitiva en la evaluación del significado emocional de los acontecimientos. Asimismo, Intentan proporcionar una relación entre el resultado de la valoración y la respuesta fisiológica y conductual.
En 1962, Stanley Schachter y Jerome E. Singer, propusieron una nueva teoría de la emoción atendiendo a la influencia de los factores cognitivos: la teoría conocida como “Teoría de Schachter-Singer” o teoría de los dos factores de la emoción. Estos autores se dieron cuenta de que la gran variedad de estados emocionales sentimientos y estados de ánimo no coincidía exactamente con los patrones viscerales de respuesta. En relación con eso, consideraron que los factores cognitivos podrían constituirse como los principales determinantes de los estados emocionales. Según esta teoría, la corteza transforma las señales periféricas en sentimientos específicos. La corteza es capaz de generar un procesamiento cognitivo de la información periférica en concordancia con las experiencias individuales y el contexto en el que se desarrolla la emoción. Esta fue la primera teoría que presentó un modelo de experiencia emocional basado en etiquetas cognitivas en respuesta a una activación fisiológica determinada.
Schachter y Singer hicieron especial hincapié en el hecho de que la corteza construye la emoción basándose en las señales, a menudo inespecíficas, que recibe la periferia.
En un estudio clásico, Schachter y Singer administraron adrenalina a un grupo de voluntarios. Una parte de este grupo fue informada de las consecuencias fisiológicas de la sustancia, en tanto que la otra parte no recibió ningún tipo de información sobre los efectos de la administración de adrenalina. Todos los individuos fueron expuestos a una condición experimental: bien a una situación emocionalmente agradable, bien a una situación emocionalmente desagradable. Los que habían sido informados de los efectos de la adrenalina presentaron menos reacción emocional (tanto positiva como negativa, según la situación a la que habían sido expuestos) en comparación con los individuos no informados. La interpretación que los investigadores hicieron de los resultados es que los individuos no informados atribuían su estado de activación a la situación a la que habían sido expuestos, mientras que los individuos informados lo hacían a los efectos de la adrenalina (Schachter y Singer, 1962)
Teoría de Schachter-Singer o teoría de los dos factores de la emoción. Según esta teoría, la persona recibe información sensorial de un determinado estímulo. Dicha información es utilizada para desencadenar un patrón general de activación del sistema nervioso autónomo (rama simpática). La persona interpreta este estado de agitación simpática en función de las características contextuales de la situación y de las experiencias previas vividas. Según estos autores, si una persona carece de explicaciones causales para un estado de activación simpática determinado, lo etiquetará en función de las cogniciones disponibles. Asimismo, en el caso de disponer de una explicación adecuada para el estado de activación, resulta poco probable que se aplique un etiquetado cognitivo alternativo. Además, en «circunstancias cognitivas» equivalentes, una persona sólo experimentará una emoción en tanto que previamente se haya inducido el patrón general de activación simpática.
Schachter y Singer, Inyectaron a los voluntarios participantes, adrenalina o un placebo, y los condujeron a un área de espera donde podían sentarse un rato antes del inicio del experimento. Allí descubrieron que debían compartir el espacio con otro participante que, al parecer, también estaba esperando que lo llevasen a iniciar la sesión experimental.
Pero en realidad, la “sala de espera” era en sí el experimento, y la otra persona no era un participante más, sino un palero de los experimentadores.
El palero actuaba en forma ligeramente maniaca (haciendo y volando aeroplanos de papel); o bien, con enojo (indignado por un cuestionario que debían responder mientras esperaban). Los participantes artificialmente adrenalinizados tuvieron más fuertes reacciones emocionales a ambos paleros que quienes son los recibieron un placebo. Crucial y conspicuamente, tales reacciones fueron más fuertes en direcciones opuestas. Confrontados con el palero maniaco, los participantes interpretaron su acelerado ritmo cardiaco, falta de aliento y cara sonrojada como indicaciones de su propia euforia; pero con el palero enojado, esos mismos síntomas se interpretaron como señales de su propia irritación. ¿Neuronas espejo?
Aquí vemos el efecto Kuleshov en otra modalidad, una que sugiere que las emociones de alegría o ira no brotan de nuestras profundidades internas. En vez de eso, parece qué interpretamos nuestras emociones en el momento; y parece hacerlo basados no sólo en la situación en la que estamos (la persona que nos confronta se conduce, digamos, enojada o airadamente), sino también en nuestro propio estado fisiológico (por ejemplo, si nuestro corazón se acelera o nuestro rostro se sonroja). Así, si un palero se comporta un poco maniáticamente, y el participante experimenta un alto nivel de excitación, es probable que el participante interprete sus sentimientos positivos como “fuertes sentimientos positivos”; después de todo, eso explicaría el corazón acelerado, el aliento cortado y todo lo demás. De modo que infieren que deben estar experimentando un estado quizás de euforia leve.
Confrontados con el palero enojado, en contraste, sugiriendo sentimientos de molestia en el participante experimental, la sola fuerza de su reacción fisiológica (causada, desde luego, por la adrenalina) se interpreta como indicación de una poderosa reacción emocional. Los participantes se perciben muy molestos, más que sólo levemente irritados.
El experimento de Schachter y Singer pone de cabeza nuestras intuiciones acerca de nuestras propias emociones. Podríamos imaginar, por ejemplo, que emociones tales como la euforia y la ira, tienen una distinta señal fisiológica, un estado especial del cuerpo que les da su sentir especial. Si esto fuera correcto, esperaríamos que un cambio fisiológico, como el generado por una inyección de adrenalina, nos empujara hacia uno de esos supuestos estados fisiológicos de emoción específica. Así podríamos sospechar, que una dosis de adrenalina nos hará un poco más felices, dondequiera que empecemos, o quizás un poco más airados. En vez de ello, el impacto de la adrenalina tiene efectos opuestos, dependiendo de nuestra interpretación de la situación.
En suma, la adrenalina parece indicarnos que debemos sentir con fuerza cualesquiera reacciones emocionales que parecen naturales, propiciando una reacción positiva hacia la manía y una reacción negativa hacia la franca ira. Parece estamos descubriendo qué emoción debemos estar experimentando, y haciéndolo, en parte, a partir del estado de nuestro propio cuerpo.
Tendemos a imaginar que nuestras emociones brotan desde adentro, y causan una reacción “fisiológica” (por ejemplo, el hecho de que estoy enojado acelera mi corazón). Pero en realidad parece que estamos descubriendo qué emoción debemos estar sintiendo, basándonos parcialmente en observar nuestro propio estado fisiológico.
Es muy probable qué a este punto, te puedas preguntar ¿Acaso más que enseñarnos en este curso, pretenden confundirnos? o ¿No es todo esto de interpretar las propias emociones un poco prematuro? Quizás una dosis de anfetamina tenga después de todo un simple efecto emocional: funcionando como intensificador. Así quizá la emoción brota de adentro, como el sentido común podría llevarnos a esperar (basada en cómo se comporta el palero: sí es divertido o molesto). Pero entonces la fuerza de la emoción experimentada simplemente se amplifica (o se suprime) dependiendo del nivel de excitación de una persona. Schachter y Singer dan un ingenioso giro a su experimento para observar esto: de la gente que recibió una inyección de anfetamina, algunos se les advirtió de los efectos fisiológicos que deberían esperar (ritmo cardíaco acelerado, falta de aliento, etc) y a otros no se les dijo nada.
Ya hemos descrito las acentuadas reacciones emocionales de los participantes desinformados ¿pero qué ocurrió con los participantes informados? Si la adrenalina actúa meramente como un intensificador emocional, debería operar del mismo modo ya se nos hubiera hablado o no de los efectos probables de la inyección. Pero si estamos intentando interpretar nuestras experiencias emocionales, en el momento, a la luz de nuestro estado fisiológico, entonces nuestro conocimiento del probable efecto de la dosis de adrenalina debería importar mucho. Los participantes informados atribuirán a la dosis su estado de gran excitación; y por tanto, se inclinarán menos a usarla como una pista de aquella reacción emocional al palero (aunque, casi con certeza, no podrán ignorar la por entero). Y, de hecho, esto es exactamente lo que Schachter y Singer encontraron.
Tal vez todo esto te desconcierte. Seguramente nuestras emociones surgen de nuestras profundidades mentales. ¿Y no deberían las emociones venir en primer lugar y sus consecuencias fisiológicas en segundo?; ¿No se acelera nuestro corazón a causa del violento poder de nuestros sentimientos? Esa es ciertamente la historia del sentido común. Pero qué tal si la causalidad puede influir también en dirección opuesta; esto es, nuestra sensación de tumulto interno es causada, en parte, por la percepción de que nuestro corazón se desboca, nuestro cuerpo hormiguea, nuestro rostro se sonroja. Es nuestra interpretación del estado de nuestro propio cuerpo lo que nos hace interpretar los mismos revueltos pensamientos como desesperados, esperanzados o tranquilamente resignados.
Esta impresionante inversión del sentido común no es para nada nueva. La presagió él ya con notado psicólogo norteamericano William James, de quien hemos hablado antes, autor del libro probablemente más influyente en la historia de la psicología, y hermano del célebre novelista Henry James. Famosamente, James afirmó que, al huir de un oso, no temblamos por estar asustados, Sino más bien experimentamos el sentido de miedo por qué temblamos. Pero desde luego, los síntomas fisiológicos por sí solos no son necesariamente una señal de miedo: podemos experimentar las mismas oleadas de adrenalina, aceleración cardiaca, respiración rápida, en el inicio de una carrera de 100 metros o antes de entrar a escena. De hecho, en muchas situaciones que requieren concentración, esfuerzo o desempeño físico, puede ser difícil saber si nos sentimos excitados y listos para comenzar, o nerviosos y temerosos. Al huir de un oso, empero, pocos interpretaríamos nuestras reacciones fisiológicas como síntomas de excitación; la sangre violentamente agitada y la respiración frenética se percibirán sin ambigüedad posible como indicaciones de terror.
Con esto en mente, consideramos que el experimento de Schachter y Singer con la adrenalina y las emociones adquiera perfecto sentido.
Lo que Schachter y Singer mostraron es que interpretamos el mismo estado fisiológico no meramente como diferentes versiones de la misma emoción (por ejemplo, tener envidia de diferentes cosas), sino como ejemplos de emociones enteramente diferentes (irá contra júbilo). Y esto es quizá sorprendente porque sugiere que la lectura que realizamos de nuestro estado fisiológico - es decir, la base corporal de nuestros sentimientos - es en realidad asombrosamente escasa.
Y, reflexionando, difícilmente podría ser de otro modo. Considera, por ejemplo, una punzada de envidia, quizá el brillante éxito reciente de un rival o el relato de sus vacaciones exóticas.
La punzada es un sentimiento físico, pero no puede haber una clase especial del sentimiento corporal, perfectamente específica de “tener envidia del primer lugar de Hugo, Paco o Luis en el examen” o quizá de envidiar los viajes de Hugo, Paco o Luis a los templos y las playas de Vietnam. La diferencia entre diversas experiencias de envidia está en la interpretación de una ola de sentimiento fisiológicamente similar, y tal vez incluso idéntica, dependiendo de lo que acaba de suceder (por ejemplo, si acabo de enterarme del resultado del examen de Hugo, Paco o Luis o de mirar de pasada las fotos de sus viajes).
Psicólogos y neurocientíficos que estudian la emoción difieren en cuanto a que tan escasas son esas señales fisiológicas. De acuerdo al influyente modelo afectivo circunflejo del psicólogo del Boston College James A. Russell, por ejemplo, pueden ser suficientes dos dimensiones fisiológicas: una que indica el nivel de excitación (ésta es la dimensión en que nos hemos enfocado hasta ahora), y otra que indique gusto – disgusto. Russell llama a este primitivo monitoreo del propio estado fisiológico <afecto medular>. Nuestra experiencia de tener una emoción, empero, incluye una interpretación de efecto medular basada en nuestro entendimiento de las situaciones en que estamos. Así que lo hiriente de una punzada de envidia vendría siendo la leve excitación consiguiente (siempre que la envidia no sea demasiado extrema) y un empujoncito en dirección del disgusto; pero lo que hace interpretar este sentimiento como envidia, más que como alguna otra emoción, es el hecho de que estos cambios vienen después de oír sobre los resultados del examen o de mirar de pasada las fotos del viaje.
Nuestra confusión respecto a la emoción tiene una larga historia. Platón, como en tantas cosas, ha ayudado a formar nuestra visión de los sentimientos y emociones durante más de 2000 años. Distinguiendo agudamente entre pensamiento y sentimiento, inventó la metáfora de que razón y emoción son como dos caballos jalando en direcciones opuestas. Pero este punto de vista se extravía desde el mero principio: <tener una emoción es ya un paradigmático acto de interpretación y, por ende, de razonamiento>.
Inferimos qué deberíamos interpretar nuestros sentimientos corporales como señales de ira, euforia, envidia o celosía, basados en las escasas señales de nuestra fisiología y contextos social.
Ahora, por supuesto, a veces nos imaginamos encarnar la metáfora de Platón.
A principios de la década de 1970, el campus de la Universidad de Columbia Británica en Vancouver fue la escena de un notable experimento sobre los orígenes de la atracción física y el sentimiento romántico. Los psicólogos sociales Donald Dutton y Arthur Aron ubicaron atractivas jóvenes al final de un puente peatonal de suspensión elevado, ligeramente tambaleante, y también al final de otro puente, bajo y sólido.
Las atractivas jóvenes interceptaban a hombres desprevenidos y les pedían llenar un cuestionario; intencionalmente, les daban también su número de teléfono, supuestamente por si después se les ocurría preguntar algo adicional. Resultó que los hombres se sentían mucho más atraídos a la mujer que se encontraba al final del puente tambaleante, y la llamaban con mucho más frecuencia.
Experimento Dutton y Arthur Aron